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El mercado inmobiliario español entra en una fase de madurez forzada. Las ventas se moderan, no porque falten compradores, sino porque escasea el producto. La paradoja es evidente: la economía crece, el empleo resiste y el crédito fluye, pero acceder a una vivienda es cada vez más difícil.

España necesita más vivienda, pero la inversión en el sector no despega, en buena medida, porque no es rentable: aunque los márgenes se han recuperado, las empresas tardan años en poder construir, manteniendo en su balance activos (suelo) que no generan ingresos.

La adaptación climática ha acaparado la atención de científicos, economistas y responsables políticos. Diversos estudios estiman que, para minimizar los efectos del calentamiento global a lo largo de la próxima década, se requerirán entre 0,5 y 1,3 billones de dólares de inversión en adaptación.

El PIB creció 2,1% anual en el 2T25, impulsado por el consumo, sobre todo de bienes duraderos. La inversión se centró en maquinaria y obra civil, pero las edificaciones restaron. La proyección 2025 se mantiene en 2,3%, con margen al alza si las señales positivas se consolidan.

La inversión en activos intangibles —software, talento, marca, I+D— define cada vez más la competitividad empresarial. Aunque invertir en ellos es clave para ganar productividad, su evolución en España presenta un panorama desigual.

La economía española entra en una nueva fase de expansión en la que se agotan los motores del crecimiento reciente. La sustitución de estos por otros nuevos traerá una sensación de haber cruzado ya este río. Pero ni la economía española ni el río son los mismos.

España no tiene un problema de escasez de ahorro, más bien de inversión insuficiente. El reto está en conectar ese ahorro, tanto doméstico como europeo, con proyectos productivos capaces de generar rentabilidad, empleo de calidad y progreso social.